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Cuando lo gay no quita lo reaccionario | El intento de Milei para alejar la idea de homofobia en el Gobierno



El viejo artilugio de “tengo un amigo judío” fue puesto al servicio de intentar demostrar que lo expresado en Davos —el que tal vez haya sido el discurso más homoodiante de un presidente argentino democrático— no tiene nada que ver con el sentir de los funcionarios de La Libertad Avanza. Una foto fue la confirmación de que el Gobierno recibió el embate del 1 de febrero. Tras la masiva y transversal marcha del orgullo antifascista, tanto el Presidente como el vocero Adorni, entre otros integrantes del Gabinete, echaron mano de sus ‘amigos gay’ para la selfie. La foto de Javier Milei con doble campera, Roberto Piazza y su marido fue puesta en circulación como supuesta prueba de que no es homofóbico y de que no teme que abusen de él. Pero con Yuyito González en el medio, no sea cosa…

El presidente no escogió a cualquier celebridad. Piazza tiene un historial de comentarios racistas y xenófobos hasta la caricatura, que van desde decir que la bisexualidad es una enfermedad que le da asco y debe ser tratada con psiquiatras, hasta pedir pena de muerte para los ladrones de celulares.

Aliados insignia

No es novedad que haya sectores de las derechas dispuestos a abrazar lo que podría llamarse el discurso y el sujeto gay hegemónico. Y viceversa. Es una expresión más del truco del agresor que busca aliados-insignia entre los grupos agredidos. Y de que siempre aparecen individuos de grupos históricamente vulnerados que se identifican con los deseos, intereses y valores de los agresores. 

Se sabe, lo gay no quita lo reaccionario. Basta con mirar el perfil de Milo Yiannopoulos, bloguero, comentarista y referente británico de la ultraderecha. Ser abiertamente gay, hijo de una mujer migrante y estar casado con un hombre afrodescendiente no le impide ser profundamente antifeminista y xenófobo. Usar perlas y tacos aguja no entra en contradicción con su preocupación por “la discriminación que sufren los hombres en el Reino Unido” y por la “libertad de expresión ahorcada por la dictadura de la corrección política”. Yiannopoulos define al islamismo como una “cultura bárbara” y ha declarado la fecha de su cumpleaños como el Día Mundial del Patriarcado. También recorrió EEUU para hacer campaña por Donald Trump en lo que llamó “la gira del maricón peligroso”.

La carta de la rebeldía

En el libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? (Siglo Veintiuno Editores), el historiador Pablo Stefanoni traza un mapa de las derechas radicales, que se presentan como “antisistema” y aún en sus versiones más extremas se permiten guiños a la comunidad gay. De su lectura se desprende que no es inédito que libertarios, conservadores y nacionalistas hagan alianzas. Hoy, las ultraderechas no son conservadoras en el mismo sentido en el que lo era el Partido Republicano, sino que disputan otros sentidos, jugando la carta de la rebeldía. Corren, de algún modo, a la izquierda por la izquierda: presentándose con posiciones aparentemente antielitistas y provocadoras. El paraguas que las aglutina a todas es el antiprogresismo.

Por eso no es raro que dentro de la comunidad LGBT, algunos exponentes de sectores que les ha ido mejor —en términos económicos, de asimilación social, etc.— no se identifiquen con la media del nivel de vida de su comunidad ni sientan empatía por otras identidades, como, por ejemplo, por la realidad de una travesti, cuya expectativa de vida promedio en Argentina y el mundo no supera los 40 años. Porque en verdad sienten que si les ha ido bien, ha sido por mérito propio. No hay sentimiento de pertenencia a una comunidad, sino orgullo por una trayectoria que es leída sólo como un asunto personal. Un modo de pensar que entiende la injusticia social —o el éxito, el buen pasar y el reconocimiento— como un asunto individual, sin clase.

En el caso específico de Europa, se creó el término “Homonacionalismo” para hablar de los vínculos entre algunas figuras públicas de la comunidad y sectores de la ultraderecha. El motor es el miedo a la islamización de Europa, un fantasma que se agita, a pesar de que las estadísticas demuestran que los migrantes tienden a ‘occidentalizarse’ y no al revés.

Hasta Vox tiene su espacio diverso, aunque vote contra cualquier ampliación de derechos en el plano institucional. Marine Le Pen, que reconstruyó la ultraderecha francesa en un sentido distinto de los valores y límites de su padre, fue muy criticada porque su espacio estaba lleno de ‘gays, judíos y musulmanes’.

 Renaud Camus, que fue un ícono gay de la izquierda cultural francesa en los 70, no encuentra ninguna contradicción en haberse convertido en una de las inspiraciones del supremacismo blanco de nuestros días, al agitar la teoría conspirativa de “el gran reemplazo”. Es decir, la idea de que la población europea autóctona está siendo sustituida por migrantes no blancos. Camus, para revertir el proceso, no cree que baste con ponerle un coto a la inmigración, sino que clama por políticas activamente expulsivas. Se podría creer que, como gay nacido en la década del 40, Renaud Camus algo podría conocer de lo que conlleva tener que huir de casa, de la propia familia, de los trabajos, del entorno social… Y sin embargo…

Ni Piazza ni Yiannopoulos son ‘la loca abyecta’, llena de la energía revulsiva de las comunidades y políticas LGBT. Más bien, representan un prototipo de varón blanco, decente y musculoso. Y, además, funcional al discurso anti-colectivo. Hoy, menos que nunca, está asegurada la fraternidad de los humillados. Nada garantiza la transversalidad. Cada uno a lo suyo. El humillado no está exento de volverse humillador. Nada en apariencia obliga a Piazza, ni a Milo Yiannopoulos, ni a ningún hombre gay a adoptar posturas solidarias con quienes han quedado en lugares menos privilegiados que ellos de la escala social. La tan mentada interseccionalidad no es automática.



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