crónica de un sinceramiento sin ley

Parecería que este nuevo blanqueo quedará inédito. Ni épica de la transparencia, ni mar de dólares, ni promesa de repatriación patriótica: apenas un PowerPoint olvidado en una sala de conferencias y una conferencia olvidada en la nube. Suspendido por “cuestiones de agenda electoral” —una excusa que sirve para todo y no explica nada—, el intento de sinceramiento quedó atrapado en un loop que ya conocemos: el de anunciar sin legislar.
Porque la cuestión es simple: no hay blanqueo sin ley.
Y no hay ley sin Congreso.
Y no hay Congreso sin sillas ocupadas.
Y así estamos.
La ópera bufa del sinceramiento permanente
Los blanqueos en Argentina son como las series con muchas temporadas: uno piensa que no puede haber más, pero siempre hay alguien escribiendo el guion de la próxima. Solo que esta vez el guion se escribió antes de contratar a los actores principales.
Se prometió todo: beneficios, confidencialidad, borrón, cuenta nueva. Pero nadie se tomó la molestia de leer los capítulos anteriores, donde los derechos prometidos en letra grande se anulaban con reglamentaciones en letra chica. El contribuyente argentino no es ingenuo: ya se comió el buzón antes.
Y por eso la desconfianza no es ideológica. Es técnica.
El tapón fiscal que no tapona
El “tapón” es el corazón de todo blanqueo: una promesa de protección penal, cambiaria y fiscal que permite al contribuyente dormir tranquilo después de declarar lo que antes callaba. Pero para que funcione, el tapón tiene que ser eso: un tapón. No una idea difusa con cláusulas opcionales que se derraman por todos lados.
Y sin ley, no hay tapón.
Hay solo la esperanza de que alguna circular de ARCA venga con tono amable. Spoiler: no va a pasar.
Para peor, en el último intento de sinceramiento se incorporó una cláusula de exclusión que impide volver a adherir a quienes lo hicieron antes. En su momento parecía sensato. Hoy funciona como un castigo absurdo: los únicos que no pueden volver a confiar en el Estado son los que alguna vez lo hicieron.
La arquitectura fiscal ausente
Los funcionarios aseguran que el problema es técnico, que necesitan ajustar “el andamiaje jurídico”. Y tienen razón. Hace falta alinear varias piezas que hoy están desfasadas como engranajes de bicicleta vieja:
- La Ley Penal Tributaria, que aún está esperando que alguien la levante del escritorio y la lleve al recinto.
- La Ley Penal Cambiaria, anclada en un mundo que ya no existe, pero donde igual se puede caer en prisión por usar dólares en plural.
- La Ley de Procedimiento Fiscal, donde los derechos del contribuyente van en cuerpo 8 y las obligaciones, en negrita.
- Y —joyita de la colección— esa reglita del blanqueo anterior que impide ingresar nuevamente. Una suerte de purgatorio fiscal para arrepentidos, como si el Estado fuera un moralista de barrio. Porque si el objetivo es ampliar la base de contribuyentes, no tiene mucho sentido cerrarles la puerta a quienes ya demostraron voluntad de entrar.
El problema de las sillas vacías
Y llegamos al meollo del asunto: la reforma de la Ley Penal Tributaria, que tiene todo listo salvo lo más básico: que los legisladores se sienten en sus bancas.
No es una norma polémica, ni radical, ni ideológica. Es una necesidad operativa. Una forma de liberar a los tribunales de causas sin entidad penal, que solo existen porque el umbral legal está tan bajo que convierte en criminal a quien apenas tropezó con un formulario mal cargado.
Esta ley no solo permitiría un blanqueo en serio. También permitiría que el sistema penal deje de estar atiborrado de papeles inútiles, causas sin sentido, y expedientes que sólo sirven para que nadie se atreva a cerrar nada.
Pero claro: eso requiere legislar.
Y legislar requiere quórum.
Y el quórum, parece, requiere un milagro.
El sinceramiento imposible
Un blanqueo sin ley es como una cirugía sin anestesia: puede salir bien, pero nadie quiere probarlo. El Estado promete beneficios, el contribuyente duda. El Estado aclara con comunicados, el contribuyente se va a Uruguay. El Estado se enoja, pero no sanciona ninguna ley. Y así estamos, girando en círculos.
Lo que hay que entender es básico:
Es preferible aplicar una alícuota simbólica a todo el capital que quiere entrar, que poner una carga confiscatoria sobre lo que nunca va a salir del colchón.
Un blanqueo no se hace con gacetillas, ni con eufemismos, ni con declaraciones de principios. Se hace con leyes. Claras. Firmadas. Publicadas.
Epílogo (o advertencia)
El sinceramiento fiscal argentino vive una paradoja: todos hablan de él, pero nadie quiere hacerse cargo. Se usa como anuncio, como excusa, como promesa. Pero a la hora de avanzar, la política se sienta a esperar que la agenda se ordene sola.
Y mientras tanto, el país se pierde lo más importante: la oportunidad de construir un régimen fiscal serio, donde cumplir valga la pena y sincerarse no sea un salto al vacío.
Porque el problema no es la evasión.
El problema es que no se animan a legislar.