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El frío, el hambre y la calle | Historias y nombres propios del costo humano del ajuste



El frío duele donde pega. Es temprano y en Parque Patricios está la Casa de Artes y Oficios Miguel Bru. Cuando la puerta de la casona se abre entran y se saludan un grupo inicial de siete varones. De un auto estacionado en la puerta bajan dos treintañeros, uno de ellos es Roberto de treinta y ocho años que duerme todas las noches con otro compañero en posición semisentada. Lo primero que hacen es prender la televisión y preparar termo y mate al que se le agrega pan con chicharrones que traen otros que llegaron caminando de otros puntos de la Ciudad. En el grupo algunos están en situación de calle hace más de diez años y otros son de los dos últimos.

El caso de Roberto es uno de los recientes. Vino de su Misiones natal dos veces. Una vez durante el Gobierno de Cristina Kirchner ya que la guita no alcanzaba en la casa familiar y tentó suerte. En esa primera migración consiguió dos trabajos como mozo en bares de San Telmo, le alcanzaba para vivir: “Juntaba los dos sueldos y con eso vivía cómodo con lugar donde parar, plata para comer y hacer alguna cosa.” Pero con la debacle post 2015 perdió uno de sus trabajos y alquilar se le hizo imposible, así que volvió a la casa familiar.

En la Iglesia Metodista de Almagro la demanda se multiplicó en un 100%

Hace un año y medio en Posadas las changas se cortaron, ya no le ofrecían tareas de pintura, albañilería o como tarefero, por lo que volvió para estos lugares pensando en rearmar su vieja vida. Pero esta vez todo fue diferente: consiguió algunas changas en seguridad de boliches y eventos y en su oficio de albañil, pero ya el mango no alcanzaba. Paró un tiempo en la 1.11.14. Vivió de laburos ocasionales, que también empezaron a escasear y no pudo seguir pagando su estadía en el barrio: “Y entonces salí con un frazada y un paquete de cigarrillos por los barrios de Retiro, Belgrano y Parque Patricios. Me fui moviendo porque el operativo ‘limpieza’ me fue corriendo a patadas.”

La palabra ‘limpieza’ la dice con una mueca de sorna y sigue su relato contando que ahora combina cirujeo y juntada de latas en las canchas cuando hay partidos, se baña en la Casa Bru y por las noches se arremolina como puede en el autito para pasar la noche y repetir la rutina al día siguiente. Cuando se le pregunta por el futuro no duda en responder de manera opaca “Quiero trabajo. Conseguir ropa negra para poder trabajar como seguridad o comprarme un auto para hacer UBER”. 

Nunca habló de laburo registrado. La clase trabajadora jamás murió, pero ya no es la que supo ser. En el mundo de Roberto la política no implica ninguna esperanza. “No me interesa la política. Hace rato que no voto porque cada vez estamos peor”. A pesar de que tuvo dos trabajos y vivienda propia, la insatisfacción con la política se le hizo mantra: el sueño húmedo de la derecha encarnó capilarmente al cuerpo de la Nación.

Así como Roberto, Catriel, tiene de 28 años y estudios secundarios completos. Rubio y con cuerpo trabajado de gimnasio podría ser modelo de alguna marca de moda. Se fue de la casa de su familia a los 21 años y no conoce lo que es un trabajo registrado. Durante toda su vida sobrevivió de changas que cada vez más escasas. Ahora cartonea. “Lo más terrible de la calle es la violencia y el frío”, dice mirando al vacío, como recordando alguna noche congelada. De pocas palabras cuenta que tiene amigos de Moreno con quienes se sigue juntando a pasar el tiempo, pero que se distanció de su familia. Y cuando se le pregunta por su futuro lo plantea sin dudar “Quiero juntar para una moto para hacer delivery o un autito para Uber”. El eco precario otra vez.

Lucas, de 29 años, en 2024 trabajaba en un delivery lo que le permitía pagar un alquiler y vivir de manera austera. Por una mala pasada acumuló deudas de alquiler y se fue a vivir al Hogar San José que por norma solo da albergue por tres meses y que a él se lo extendieron a cuatro. “Y después de ese tiempo sin tener donde parar me fui con mi celular y mi bicicleta a vivir en la calle. Aún así seguí trabajando hasta que una noche durmiendo en Palermo me roban la bici y el celular. Mis amigos, que también son laburantes, me prestaron plata pero no pude cubrir todo lo que necesitaba para volver a trabajar”. 

Luego de sobrevivir como pudo, Lucas se acercó al Proyecto Matías donde realizó capacitaciones y logró conseguir un trabajo y lugar donde parar. Cuando habla sobre el futuro el tono es desapasionado, como el de Roberto: le gustaría retomar los estudios de programación. Quizá sus tonos hablen de esa inseguridad que hoy presiona a todo trabajador con la desocupación en alza, los sueldos en baja, amenazas de reformas laborales antiderechos y parte de la dirigencia sindical jugando al avestruz.

Enrique es coordinador del Comedor de la Iglesia Metodista de Almagro y mientras prepara guiso de lentejas cuenta como creció la cantidad de asistidos en el comedor y el reparto de viandas que hacen en Plaza Congreso: la demanda se multiplicó en un 100%. “Entre los que vienen hay que distinguir entre quebrados económicos, emocionales y psíquicos. De todos modos la calle termina por destruir vidas.” Y recuerda “Un estudio del desaparecido Servicio Interparroquial de Ayuda Mutua sostenía que en seis meses de estar en situación de calle ya produce daño psíquico, lo que a un año se vuelve irreparable.” Y estos estudios se realizaron cuando aún la derecha porteña no hacía gala de la patota de la UCEP y su política de “higiene de pobres”. 

Junto a Enrique cocina Tomás, ex sub Director del Hospital Durán y colaboradores, que son “asistidos” que comienzan a colaborar en las tareas de cocina, servicio de lavandería de ropa y duchas. Todos son conscientes de la importancia de su trabajo, pero no dejan de marcar la verdadera carencia: una política pública de promoción social que no sea meramente asistencialista. 

 Este pronóstico lo comparte Nico Maffía del Hogar de Cristo, que es un proyecto de la Iglesia Católica. Fanatico de Racing, vive en el Barrio Piedrabuena. Estuvo en situación de calle durante su gran parte de su juventud y hoy es coordinador de un equipo de “caminantes” que trabajan con personas en situación de calle. Cuenta que “En las recorridas por Plaza Constitución, Once y Retiro nos encontramos con familias que vienen de sus provincias por falta de trabajo a buscarlo acá y es claro que no lo encuentran.” Frente a esta situación es necesario, afirma: “Tener personas que entiendan lo que es vivir en la calle, principalmente con los que tiene consumos problemáticos”.

En CABA el último registro oficial de noviembre de 2024 contabilizó 4049 personas en situación de calle. Sin embargo, el estudio que organizaciones realizaron arrojan un número que escalado a los barrios detona el dato oficial: solo en la Comuna 1 se contabilizaron 1483. Los datos oficiales son un subregistro, pero sin embargo dan cuenta de que durante la gestión de Javier Milei el número creció un 55%. 

La Asamblea de Personas en Situación de Calle, que realizó el censo en Comuna 1, también lleva un registro de las violencias: de enero a junio murieron sesenta y tres, dieciocho de las cuales vivían en la Ciudad. La mala alimentación, las temperaturas extremas, la falta de higiene y falta de descanso son motivos pero no causas ya que lo que mata es la pobreza y la exclusión. Y por si fuera poco, la crueldad enarbolada por la derecha tienen su efecto: se multiplican en el país la denuncia de violencia directa. Los datos los proporciona el Registro Unificado de Violencias contra personas en situación de calle de la Asamblea de PSC y del Grupo de Investigación en Sociabilidades por los márgenes. Ya en el año 2024, el Registro informó de 135 muertos en todo el país, de los cuales 28 eran locales, por lo que la progresión de este año muestra un incremento respecto al año anterior.

Pero los números son historias, no una abstracción. Como Alberto. Cuarenta y cinco años y lleva un año en las calles de Almagro. “Soy hijo único, tengo estudios secundarios y terciarios. No tengo familia. Éramos de clase media, laburantes. Cuando me recibí nunca dejé de trabajar en comercios, primero, de mi barrio, La Paternal y luego fui consiguiendo otros laburos”. Hace un año y medio trabajaba en una mayorista de telas y lo que ganaba le alcanzaba para pagarse el alquiler de un departamento de un ambiente hasta que el dueño del comercio decidió cerrar y no pudo conseguir más que ser cajero en un negocio por un sueldo con el que no cubría ni el alquiler. 

“Me desesperé porque al sueldo miserable que ganaba le sumaba unos mangos que tenía y cubría justo el alquiler, pero no las expensas, y comía lo que podía”. Su deuda se acumuló, armó su valija que todavía tiene con él de la que cuelgan una tetera, un coladorcito y una tasa. Y fue a la calle. “Vivir en la calle es desesperante. Los primeros días fueron una pesadilla despierto. No sabía muy bien dónde ir, por lo que me quedé a dos cuadras de mi vieja casa. Seguí yendo al negocio con mi valija, pero a la semana que ya no me pude bañar ni lavar mi ropa me dio vergüenza y ya no volví.” La mirada de Alberto es hacia la nada, como buscando unir palabras e imágenes que le duelen, como tratando de recordar texturas, modos de habitar que hoy solo le ofrecen frazadas y un acolchado sobre el que se sienta y extiende para dormir “con un ojo abierto” por la noches, esa que llega cada día de manera inexorable ante la que el amanecer difícilmente sea el de salir de esa vida de descarte habitada por quienes alguna vez, quizá, fueron nuestros vecinos y que no son un número, porque los números no mueren.



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