Garrahan: una trama de cuidados por las infancias | Historias en primera persona

“Le gusta más ir al Garrahan que a la escuela”, dice Miriam desde el living de su casa en Monte Grande. Es paraguaya y hace diez años viajó directo desde Asunción a Parque Patricios con Amanda, una bebé de once meses que hoy tiene diez años y en aquel momento ya cargaba con seis cirugías en su cuerpito por una atresia de esófago. El 11 de junio de este año fue la última vez que Miriam y Amanda fueron al Garrahan
por un control que hacen cada dos meses: “Mi hija no se puede alimentar
por boca, tiene botón gástrico y traqueotomía. Con todo eso, cada vez
que va al hospital entra sonriendo”, cuenta Miriam y enseguida le pone
una imagen a algo que hace meses se intenta explicar de todos los modos
posibles, hay algo de esta historia que no se puede terminar.
¿Qué tiene el Hospital Garrahan que cala tan hondo en la memoria afectiva de quienes pasaron por ahí? ¿Cuál es el engranaje que está en riesgo? ¿Por qué es crucial no interrumpir la trasmisión de los modos de trabajar que se da entre las personas que componen la comunidad del hospital?
Pato PorrIni ingresó al Garrahan en 2011 con un beca de perfeccionamiento y en diciembre de 2013 ya era planta permanente. Ahora trabaja en pediatría de seguimiento de patologías complejas y un día a la semana orienta a las familias que se acercan al hospital con alguna demanda derivada, además es la pediatra de cabecera de Amanda.
Hace diez años Miriam trabajaba como funcionaria pública en Paraguay, daba clases, tenía una casa y un terreno. Cuando nació Amanda, el diagnóstico fue desolador: atresia de esófago tipo 3, el más complejo de todos. Viajaron a Asunción y estuvieron once meses de cirugía en cirugía sin resultados esperanzadores, y como si fuera poco las autoridades de su trabajo la obligaron a renunciar por la cantidad de horas que pasaba acompañando a su hija: “Si tenés la posibilidad de ofrecerle algo más en otro país, hacelo”, le dijeron los médicos a Miriam y ella no dudó, junto a su marido vendieron todo lo que tenían y viajaron a Buenos Aires para instalarse en casa de familiares. Al día siguiente de la llegada fueron a la guardia del Garrahan.
“Cuando nos presentamos en la guardia yo tenía muy poca información de forma escrita y con lo poco que sabía les expliqué la situación. Nunca me había sentido tan contenida y nunca me habían hablado de forma tan humana”, dice recordando aquel primer acercamiento al hospital.
“A veces la consulta termina siendo más contención y acompañamiento a la familia que la consulta en si”, dice Pato. Para ella el problema salarial tiene que ver con la cantidad de carga horaria y la exigencia que tiene el hospital: “No hay ningún hospital público en donde los planteles trabajen ocho horas. El Garrahan se fundó con la idea de ser de alta complejidad y por lo tanto tener un horario de mañana y de tarde, y eso es lo que hizo referente a nivel nacional y en Sudamérica”, dice. Lo que señala Pato tiene que ver con la trama que incluye un trabajo interdisciplinario y coordinado para que el engranaje funcione. Si los y las profesionales trabajan sin descanso y por un dinero que no alcanza ¿cómo se sostiene una atención pública de excelencia?
El conflicto del Garrahan tiene matices, y según la mayoría de las personas que trabajan hace tiempo en la institución, el problema salarial no es de ahora. Sin embargo la política de ajuste del gobierno libertario tiene aspectos inéditos: hace algunas semanas, la diputada Juliana Santillán intentó desestimar los reclamos de los médicos residentes y el personal de salud al afirmar que podían vivir con 360 mil pesos, citando incorrectamente datos del Indec sobre la canasta básica total
Si hay alguna solución, está acá
La última vez que Amanda y Mirian fueron al Garrahan fue durante un paro debido al conflicto salarial, que se incrementó en los últimos meses: “Estaban de paro pero yo vi cómo todos seguían trabajando igual, los seguimientos se estaban haciendo igual que siempre”, explica Miriam y agrega: “No me puedo imaginar lo que debe ser para una familia como la mía que quisiera venir en este momento”.
María Jimena Baltar es pediatra, tiene 40 y está en el hospital desde 2010, cuando ingresó como residente. Allí mismo realizó un posgrado de medicina interna. En enero del 2016 entró como médica de planta: “Cuando yo era residente los que ocupaban el lugar que ahora ocupo yo transmitían una manera de trabajar, una forma de pensar, de estudiar y de contener a los pacientes que son las que hoy a mi me toca transmitir a los residentes. Entonces si nos quedamos sin residencia es algo que se va a cortar”, dice y confiesa tener estos pensamientos entre llantos. Cuenta que hay muchísimos profesionales formados que se están yendo y cómo muchos otros encuentran más rentabilidad en otros trabajos para llegar a fin de mes: “En esos profesionales el Estado ha invertido diez años, porque eso es formación y eso es salud pública. Es un problema que se vayan porque sientan que no hay una buena compensación por el enorme trabajo que hacen, pero si esto no cambia, el Garrahan también se va a terminar”, dice.
Jimena ve cómo llegan las familias al hospital en este contexto, así como Miriam y Amanda llegaron hace 10 años con la esperanza puesta en ese hospital que habían encontrado buscando en internet: “Es muy difícil trabajar en medio de este conflicto, sin embargo lo hacemos. Las familias tienen un agradecimiento constante, nos acompañan y nos apoyan. Pero es muy doloroso pensar que todo esto se puede terminar”, dice Jimena
Miriam también lo piensa en esa línea: “Yo en aquella época tenía miedo de que por ser extranjeras no nos atendieran, nunca me dijeron absolutamente nada sobre mi nacionalidad”, cuenta. Pasó un mes desde la llegada a Buenos Aires hasta que Amanda tuvo su primera cirugía. “Cuando la internaron, la sala de padres –que es un lugar en donde tenés una cama, un comedor, lugar para bañarte– estaba llena, tuve que esperar un día para poder instalarme. Estamos todo el tiempo con nuestros hijos. ¿Sabés lo importante que es eso?”.
En la sala de padres, Miriam conoció a muchas personas de diferentes partes del país y de países vecinos y todas esas personas llegaban a la misma conclusión: “Si hay alguna solución, está acá”.
Comunidad Garrahan
Maria Starc llegó con su hijo Joaquim en 2019 con el diagnóstico de una malformación anorrectal. Si bien la patología no implicaba un riesgo para su vida, venían de una experiencia traumática en Córdoba: “A Joaquim lo operaron en 2019, volvimos a un control a los seis meses. El siguiente control era en junio de 2020 y como estábamos en pandemia no pudimos ir, y ya después mi hijo estuvo bien y no volví. En 2024 me llamaron del hospital diciéndome que no había llevado a mi hijo, me sentí la peor madre”, recuerda Maria y ríe: “Eso da cuenta de que Joaquim no tuvo ningún problema después de operarse y también da cuenta del grado de compromiso que tienen los profesionales”. De la pediatra que atendió a Joaquim en aquel momento aún tiene el teléfono.
“A Joaquim le dieron un libro que se llamaba ‘Me voy a operar‘” cuenta Maria y recuerda que esa era una forma de contarle a su hijo lo que iba a pasar. Además, antes de entrar al quirófano los niños y las niñas cuentan con una sala de juegos: “Es una sala intermedia, pero que es muy importante. Cuando llegamos al Garrahan en abril de 2019 fue una maravilla, se nota el amor que tienen los profesionales por el hospital y por los pacientes”, cuenta.
Que sea un hospital de casos complejos, habilita a largas estadías no solo de las niñeces sino también de las familias. Amanda y Sami son amigas, una amistad se originó en una habitación de internación del hospital. Para Amanda el Garrahan era su casa desde que había llegado de Paraguay. Sami tiene un año menos y también estuvo en el hospital cuando era bebé por un trasplante de hígado. “Hoy no nos vemos seguido porque vivimos lejos, pero cuando se encuentran, ellas dos juegan y nosotras como mamás recordamos qué momentos difíciles vivimos ahí cuando nuestras hijas estaban tan mal”, cuenta Miriam.
“Nunca me voy a olvidar del CIM 62, ahí conocí a la doctora Pato”, dice y aclara que no quiere nombrar a nadie porque todos eran especiales en el hospital, pero que en ese momento el CIM (Centro de Cuidados Intermedios y Moderados) era su familia.
Defender lo importante
Desde junio de 2024 el conflicto que atraviesa el hospital viene escalando y es no solo de residentes y personal de planta sino también del conjunto de trabajadorxs. Jimena cuenta que su rutina en el Garrahan es levantarse muy temprano y dejar a sus hijos en el jardín de infantes que hay en el hospital: “Eso me permite a mí trabajar todas las horas que trabajo y poder sostener los cuidados con mi familia”, dice e insiste con que es importante poner en valor las lógicas y los modos de trasmitir qué significa trabajar en el Garrahan
La sonrisa de Amanda cada vez que llega al hospital es un faro, uno que desconoce políticas antimigratorias y en contra de la ciencia, uno que ilumina allá donde empieza a aparecer un horizonte, la importancia de lo público en la vida de las personas, un faro que alumbre la resolución de conflictos colectivamente y tal vez, en ese intento, pueda multiplicar sonrisas como la Amanda.